lunes, 2 de abril de 2018

Sobre el Niño Llorón


“EL NIÑO  LLORÓN”.
RUBÉN  SANTIBÁÑEZ GAMBOA.

Revisando la prensa escrita, hace algunos días me impuse de la condena a varios transgresores  de los derechos humanos en tiempos de dictadura. Uno de los casos correspondía a la muerte (asesinato) de los  integrantes de un grupo político de izquierda y entre ellos, se mencionaba a un pintor. La nota no especificaba a qué clase de pintor se refería, (¿artista?, ¿de brocha gorda?), pero en todo caso a mi mente llegó raudamente la imagen aun guardada en un rincón de mi cerebro, del relato de un anciano vendedor callejero, de esos que se instalaban diariamente en el Paseo Estado, en calle Puente o en otras arterias colindantes del centro de la capital a transferir su mercancía, previo pago, a los paseantes cotidianos de esas arterias peatonales.
En mi transitar diario, alguna mercancía compraba (calendarios, peinetas, cortaúñas, pañuelos desechables, lápices de pasta, etc.). Un día de esos tenebrosos de los 80, los vendedores amanecieron” disfrazados” y sus ojos cubiertos por lentes oscuros, de esos que observábamos en los rostros  de individuos de sospechoso origen, los que fueron maravillosamente dibujados por los caricaturistas de esos tiempos. Tenían una particularidad: todos aparentaban ser “ciegos”.
Mi extrañeza se profundizó aún más, cuando uno de estos  no videntes”, al que le estaba comprando un lápiz pasta, dejó de prestarme atención y dirigió su “mirada invidente” hacia un punto de la avenida como siguiendo los pasos de al-guien que caminaba  por la calle. De improviso, este individuo elegantemente vestido de negro, de lentes oscuros y de mefistofélica figura, salió  corriendo veloz mente tras ese ser humano que transitaba tranquila y lentamente. Ahí le perdí la pista al  misterioso “ente” que me “atendía”.
Meses después de este inédito hecho, al detenerme a observar la mercadería de un puesto artesanal, la persona que lo atendía, un anciano de pausada y melan-cólica voz, me dijo, casi murmurando, dejando entrever algo de miedo , “Señor, yo lo veo todos los días cruzar por esta calle, además me llama la atención su male-tín ,tan hermosamente decorado”.
“Sí,” le respondí.”Una vez un carabinero me interpeló para entregarme al-gunos consejos, porque el también me había observado diariamente caminar por el centro portando el maletín y pensando que hacía trámites bancarios, se preocu-pó y se atrevió a darme algunos consejos. Uno de ellos lo acepté de inmediato: que cubriera toda la valija con pegatinas diversas para que en caso de hurto fuera fá-cilmente ubicable.”
“Sabe, me dijo el anciano, usted me parece una persona honorable y confía-ble. Quiero entregarle un secreto guardado durante muchos años y que ahora se ha transformado en una pesada carga para mi familia. Quiero que me escuche y si le parece llegamos a un acuerdo. Confío que al enterarse de lo que se trata, lo va a aceptar y lo va a respetar”.
“Ya, le escucho y veremos, le respondí”.
Y ahí comenzó una larga conversación, mejor dicho, un monólogo, pleno de lagrimeos, lloriqueos de parte de mi interlocutor, cuya voz se quebraba a cada instante en que el relato aumentaba en dolor y reminiscencias de una época que to-dos queríamos olvidar.
Al  finalizar su relato, introdujo sus manos bajo el anaquel donde guardaba su mercadería y extrajo un envoltorio que al entregármelo, me dijo:”señor, es el último retrato que nos dejó como herencia mi hijo. Usted sabe que no podemos conservarlo porque pueden allanar nuestra casa y se va perder. Ya quemamos todos los demás. Este es el último, y como familia decidimos conservarlo aunque fuera entregándolo a una persona desconocida para que pasado el tiempo de dictadura, vuelva a aparecer en las casas de los chilenos como un recuerdo del sufrimiento nuestro  durante estos terribles años sin libertad”.
Subrepticiamente recibí el encargo.
 Sigilosamente, sin sacarlo de su envoltorio, lo introduje en mi maletín.
Nos abrazamos.
Yo  seguí mi camino.
Él continuó atendiendo su kiosco. Observé una sonrisa de tranquilidad en su rostro. En el mío, él habrá observado un gesto de interrogación, de inquietud, por-que debía llegar a mi hogar con ese misterioso encargo.
Desde ese momento, la figura del anciano quedó grabada en mi corazón, por que su relato me conmovió intensamente. Estábamos viviendo tiempos de terror, temor, pero el viejo recurrió, arriesgando su propia vida a entregarme una versión humana de quien a través de la prensa aparecía como un tenebroso delincuente.
La sinceridad y valentía del longevo ser, que confió en un desconocido ca-minante  sin precaver que se podría tratar de un camuflado “servidor de la dicta-dura”, me llevó a creer plenamente en su relato y hoy, después de decenas de años,  me atrevo a  transcribir esta historia de los 70, sabiendo que pudo ser verídica o falsa, pero que en la voz quebrantada por el dolor del relator, me pareció real y acor de a los tiempos que vivíamos entonces.
Es esa historia la que voy a develar para quien quiera leerla y creerla o no creerla, pero en esa época, si que parecía totalmente verosímil.
En una publicación de REVISTA MUJER, suplemento del diario LA TERCE-RA de fecha 16 de diciembre de 2007, apareció un reportaje titulado El niño que llora. La imagen que los chilenos quemaron”. Su autora es la periodista Verónica Marinao. Comienza así:
 Estuvo en la casa de las familias chilenas hasta hace dos décadas. De no haber sido así, imposible explicarse por qué muchos lo conocen. El niño, con cara de pena se vendía como pan caliente. Pero detrás de esta iconografía  ochentera, se escondía un mito. Uno que hizo que esas mismas familias terminaran llevándolo a la hoguera”.
“Indiscutiblemente triste, el cuadro de aquel llorón rubiecito y de ojos azules, por alguna razón gustaba mucho a los clientes de las ferias y había semanas en que se vendía como pan ca-liente.Durante años la imagen del, pequeño de las lágrimas peleó codo a codo en el ranking de ventas contra el rey del pop y contra la entonces promesa de la balada latina. Pero esa conmovedora sensación que inspiraba  el pequeño, se esfumó de un minuto a otro. Un rumor empezó a correr poderoso e imparable y terminó por convertirse en mito.” (El niño que llora. La imagen que los chilenos quemaron”. Verónica Marinao.Revista Mujer. Diario LA TERCERA. 16/12/2007).

Al leer el reportaje y someterlo a un meticuloso examen mental, además, ob-servando las ilustraciones que acompañan el escrito, pude percibir que el “retrato del niño que llora”, no correspondía  a la imagen que yo tenía  guardada en mi ho-gar paterno desde  los “80”, correspondiente al retrato del “niño de la lágrima”. Para aclarar este enredo histórico es menester investigar a fondo el problema.

En el sitio Necro Domo, (31 de agosto de 2010), podemos leer: “Una de las historias tomó conocimiento público el 4 de septiembre de 1985 con la edición  de ese día del diario inglés “The Sun”. El artículo relataba como un bombero llamado Peter Hall, encontraba con alarmante frecuencia la pinturas del “niño llorón” en varios incendios. Incluso cuando el resto de los objetos de la vivienda estaban destrozados, la pintura del niño llorando, se encontraba intacta”.
”Otra leyenda aún más atemorizante es la que  tiene por protagonista el ya famoso retrato llamado “El niño llorón”, del artista Giovanni Bragolín,(1911-1981),más conocido como Bruno Amadio. Según los rumores de la época, las personas que lo recibían como regalo, padecían una interminable racha de mala suerte. Los artistas se negaban a reproducirlo”.

Los profesores Víctor Rojas Farías,(recopilador y autor de los textos) y Jai-me Moraga Vergara (fotógrafo e ilustrador),  publicaron  en el diario EL MERCU-RIO  de Valparaíso, en 1986 una serie de  44 láminas bajo el nombre deVALPARAÍ SO, SU MITO Y SUS LEYENDAS”. Uno de los temas enfocados, corresponde al “Re-trato del Niño que Llora”(1)  y (2).

El relato comienza así:  “Si usted quiere que sus familiares se enfermen uno a uno, que su hijo se dé a la mariguana, o que su esposo pierda su trabajo, conserve este cuadro cerca suyo. De lo contrario, no espere más, rómpalo, queme sus pedazos y bote sus cenizas que con los espíritus no se juega y el demonio toma formas hermosas”
“Una cárcel en Europa. Esperando ser ajusticiado, el preso decide pintar un cuadro para matar el tiempo que lo separa de la muerte. Desliza  sus pinceles por la tela, recordando su vida, mientras derrama los acuosos colores… Finalmente queda terminado “el Niño Llorón”. Lo conde-naron  a ser decapitado.
Después de terminado el trabajo del verdugo, la tela abandonada en una bodega.
El nuevo Alcaide decide rematar los objetos sobrantes. Así comienza la serie de circunstancias que han hecho de esa pintura nefasta, una de las más reproducidas en el mundo.”  ( Víctor Rojas Farías  y  Jaime Moraga Vergara.”Valparaíso, su mito y sus leyendas(1986).

Bruno Amadio (1911-1981) ,más conocido como Ángelo (Giovanni) Bragolin era un pintor italiano que vivió en Sevilla, España. Un día cualquiera, pintó el rostro de un niño habitante de un orfanato. Tiempo después este orfanato se incendió muriendo todos los pequeños que ahí vivían, y se cree que el “alma del niño quedó atrapada en el cuadro.” Este artista pintó alrededor de 27  rostros de niños llorando. Es angustiante para quien tiene la oportunidad de ver esas caritas tristes, como reflejan una profunda pena, un gran dolor  sentimental. Hay una imagen que provoca una angustia asfixiante, terrible. Solo un demente podría haber pintado el sufrimiento de esos pequeños. Un psicópata, un criminal, un ¿violador?
            Muchas personas dudan de la existencia de ese pintor  y de esa historia, ale-gando que la causa más probable sería una forma de estrategia  publicitaria.
 Personalmente, después de vivir esta anécdota que les transcribiré verídica-mente,  creo que, por lo menos en Chile, formó parte de una tenebrosa  campaña, urdida por  mentes enfermizas  para provocar  una psicosis colectiva de miedo, terror, temor, pavor, pánico, horror, y lograr que ese rostro transformado imper-ceptiblemente en un símbolo del momento que se vivía en el país, desapareciera de los escaparates, de las vitrinas, de los kioscos, y de.las paredes de nuestros hogares.
            Las cientos de miles de reproducciones del  “niño de la lágrima”, desapa-recieron  como por arte de magia. Su circulación se transformó en un delito feroz-mente castigado por la ley. El tener un calendario, un poster o cualquier imagen de ese hermoso trabajo artístico, era sinónimo de “terrorista”, “subversivo” ,”antipa-triota”, etc. Pero esa es otra historia.

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