domingo, 17 de octubre de 2021

El Moño de María

EL MOÑO.

            María estaba feliz.

 Quizás como nunca en su corta existencia, había gozado tanto de esos instantes. Cualquier vecino se daba cuenta de la enorme alegría íntima que la embargaba desde hacía tiempo.Su rostro de auténtica belleza campesina, resplandecía y sus ojos, como en los versos del poeta,”eran dos luceros resplandecientes” de dicha y felicidad.

¿El motivo?

El que produce esa tremenda felicidad a toda mujer: su próximo matrimonio con su “príncipe adorado”.

                Después de varios años de “pololeo” con Domingo, un mocetón de 24 años bien trabajados a pleno sol, lo que había transformado su cutis desde un color tostado, cobrizo, a uno más oscuro.

                El día anterior a la boda, partió radiante, montada al anca de uno de los mejores caballo propiedad  de su  padre, agricultor como toda su familia, jineteado por su hermano mayor, Juan, rumbo al pueblo más cercano para someterse a una larga y tediosa sesión de belleza, en las manos hábiles y expertas de una peinadora, la mejor de esos lugares, como ella misma se catalogaba entre las sencillas y humildes campesinas del caserío y de los poblados más cercanos.

Al terminar la tarde, cuando el sol ya empezaba a perderse sobre el horizonte, la larga sesión de embellecimiento también llegaba a su fin y María se aprestaba a iniciar el regreso a su hogar junto a su hermano. Quería estar pronto de vuelta junto a su familia, para que apreciasen la verdadera “obra de arte” que la “experta” había realizado con su larga y negrísima cabellera.

                Montaron ambos nuevamente en la bestia. Ella siempre al anca y él procedió  a tomar las riendas del brioso corcel, reiniciando así la cabalgata rumbo hacia su querido pueblo.

                Recorrieron el extenso y bucólico sendero, flanqueado  por un frondoso ramaje, proveniente de esbeltos eucaliptus y robustos pinos que crecían  a su libre albedrío y que  cubrían de sombras  el largo trayecto de regreso al hogar paterno.

Sus ojos se extasiaban ante el paisaje agreste que les servía como telón de fondo a su cansador y fatigoso viaje.

                Las flores silvestre, como “alfilerillo”, “diente de león”, “pajaritos”, etc., parecían dormitar en medio de la semioscuridad  de la tarde, lacias ya por el calor reinante y soportado durante las horas del día.

                Ella no pensaba en el cansancio que podría hacer presa de su joven físico. No. Solo reflexionaba en su peinado. Ese “moño” construido con paciencia infinita por las manos benditas de la “experta” en belleza campesina.

Habían avanzado algunos kilómetros cuando María sintió un pequeño movimiento en su cabeza. Un escozor proveniente del roce de su “moño” con una rama de pino que se abatía lacia ,como si estuviera fatigada, sobre un recodo del camino.

                La mujer se mostró nerviosa en un primer momento, pero pronto retornó la serenidad a su ser, olvidándose  por completo del percance sufrido durante ese largo trayecto de vuelta a su hogar. Había sido un pequeño detalle que en nada interferiría la inmensa felicidad que la embragaba.

Al llegar a su casa, corrió presurosa a su dormitorio y cogiendo un espejo que tenía sobre el velador de cabecera, observó detenida y concienzudamente su peinado: una verdadera obra de arte realizada por la profesional en su cabeza de larga cabellera.

 Su cara reflejaba la alegría que la invadía  al contemplar la imagen del “moño” que le devolvía el pequeño cristal que sostenía en sus manos.

Si la joven era hermosa antes de someterse al ceremonial de belleza, es de imaginar como quedó su semblante después de escarmenarse su desgreñada cabellera para convertirla en el más primoroso de los moños que pudo jamás vislumbrar.

Pasaron largos e interminables los segundos, los minutos y las horas, hasta que llegó el tan ansiado momento de dirigirse al poblado para dar el importante y decisivo paso que cambiaría su vida.

Vistió su mejor traje de salida que tenía guardado para tan  magna ocasión y en una enorme maleta, de esas antiguas de suela y metal, arregló amorosamente su vestido de novia. Albo, como  la nieve que cubre la cima de las montañas cordilleranas, confeccionado por su querida tía, en nerviosas tardes de otoño, acompañada solo por el cantar monocorde de las ranas en el estero cercano, el traje la llevaría glamorosa hasta el altar para dar el sensible “si” a su amado Domingo.

Arregló y remojó su peinado y luego se sentó ante el espejo a observar su tez, lozana y juvenil, y su “moño”, el que seguía tan enhiesto, erguido, tieso, rígido como el primer día.

Orgullosa salió al vestíbulo de la casa familiar, donde la esperaba su padre, don Floridor, vestido elegantemente a la usanza campesina, como lo aconsejaba la tradición para tan  solemne ocasión.

En la puerta de calle se estacionaba una “cabrita” (carruaje sin cubierta y de cuatro ruedas que tenía capacidad para 4 personas sentadas y  que era muy usado en las zonas campesinas para ocasiones importantes).La “cabrita” se encontraba adornada con ramas de palmeras entremezcladas con hermosas y coloridas flores silvestres y cardenales rojos, rosas blancas y amarillas y “varitas de San José”, las que le daban un aspecto multicolor y primaveral al “carro nupcial”.

Resplandeciente de felicidad y orgullo, la mujer, acompañada de su padre abordó el carruaje y luego se dirigieron al pueblo, donde la primera visita fue al Registro Civil para la consabida ceremonia legal. Ahí, en la puerta, le esperaba el novio, Domingo, vestido sobriamente y acompañado de sus familiares  más cercanos.

Después de la ceremonia civil, abandonaron el edificio dirigiendose  a un restaurante, donde almorzaron frugalmente, esperando la hora de encaminarse a la capilla del  sector ,para la solemne ceremonia religiosa ,de acuerdo a las tradiciones de la Iglesia católica.

Terminado el frugal refrigerio, la novia, acompañada por su ma-dre y una amiga, se dirigieron  a un departamento del lugar, para cambiarse de traje y vestir el albo manto con el que recibiría el sacramento en la capilla rural.

Ya en el recinto religioso, donde solemnemente el cura párroco los unió en nombre de Dios y “hasta que la muerte los separe”como marido y mujer, la emoción se paseó por todos los rincones del templo, afectando tanto a los contrayentes como a familiares y demás invitados.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de la hermosa joven y su belleza se hizo patente, resaltando su agraciado “moño”, el que causó la sensación y la envidia de las damas presentes y la admiración de los varones que la observaban pacientemente.

De regreso al caserío y al hogar de la muchacha, se efectuó el consabido asado y posterior baile, donde se escuchó la mejor música mexicana: rancheras, corridos, correteados, las populares cumbias y nuestro baile nacional ,la cueca. La reina de la noche fue ella, la novia, con su siempre admirado y envidiado “moño”.

Era tan alabado ese peinado, que María decidió mantenerlo durante algún tiempo en su cabeza, para que su esposo le dijera palabras bonitas y por comodidad.

Pero toda esta alegría no podía ser infinita. María empezó a sentirse mal. La joven decaía día a día. Una tristeza infinita envolvía todo su ser. Su cuerpo no tenía la fortaleza de los primeros días de matrimonio y no tenía deseos de alimentarse. Poco a poco, su bellísimo rostro se fue demacrando y su esbelto cuerpo se fue encorvando.

Pero a pesar de todos sus sufrimientos, ella aún lucía orgullosa su “moño”, ese “moño” que la acompañó durante las ceremonias del matrimonio, tanto en lo civil como en lo religioso.

A pesar de su debilidad, tenía ánimo para someterse diariamente al ceremonial de observarse al espejo, imitando a la bruja de Blanca Nieves. Pero María no era tan pretenciosa y solo quería ver su peinado, ese “moño” que la transformó en la más bella princesa del campo por 24 horas inolvidables, causando la admiración entre quienes la conocían.

“Ese mismo “moño”, que en un afán de perpetuar su hermosura por tiempo indefinido, no  quería deshacer, porqué ¿cómo borrar en tan breve tiempo lo que tanto costó hacer?

Además, era la primera vez que se había peinado en un salón de belleza.

El día llegó en que la pobre María ya no se levantó de su lecho, pues su físico no soportó más. Sus fuerzas la abandonaron. Los “meicos” y las “meicas”,no lograron acertar con sus dolencias y males. Los médicos también fueron impotentes para sanar a la infeliz mujer. La niña se moría inexorablemente, pero en su lecho de muerte aún lucía orgullosa su “moño”.

Una fría tarde de invierno, María abandonó este mundo inmisericorde en medio del dolor de su esposo y de sus familiares que tanto la amaron.

Al momento de preparar su cuerpo para introducirlo en el cajón mortuorio, hubo que deshacer el “moño”, que durante tanto tiempo acompañó a la desgraciada mujer y que ella quiso conservar varios días, tratando de mantenerlo armado el máximo de tiempo posible, para resaltar su hermosura.

Lentamente comenzó la labor de despeinar a María. Sus largas y enmaraña-das hebras de pelo, impedían que los dedos de las damas que realizaban esa penosa y fatigosa labor penetraran esa verdadera  masa de cabellos.

Cuando las primeras y lustrosas hebras quedaron libres de ataduras, un escalofrío, síntoma de terror, se apoderó de quienes desarrollaban tan macabra tarea, un sudor espeso y tibio comenzó a rodar por sus mejillas y por todo su cuerpo. Se les erizaron los pelos y un grito de horror estremeció el dormitorio y la casa del matrimonio.

Sí, porque de ese enmarañado “moño” ,trenzado como zarzas silvestres, empezaron a salir, como si brotaran del cuerpo mismo de la mujer ,innumerables arañas negras y  peludas, las que huían despavoridas en todas direcciones ,ahuyentadas por los dedos intrusos que se metieron en su nido, turbando la paz que por tanto tiempo les brindó ese “moño”. 

Su alimento fue la sangre de la infortunada dama, cuya cabeza estaba totalmente destrozada por las voraces intrusas, que habían construido su nido en ese enmarañado pelo de la desdichada mujer.

Claro, cuando María cabalgaba montada al anca del caballo  de su hermano, de regreso de la sesión de peinado, ese leve cosquilleo que estremeció su cabeza y su epidermis, fue causado por la caída sobre su cabellera, de los huevos de arañas desde los pinos, hábitat natural de esos bichos.

Estas arañitas encontraron calor y humedad en el cuero cabelludo de la dama y no encontrando  salida desde  esa enmarañada red que conformaba el “moño”, quedaron  prisioneras por el resto de vida de la desventurada hembra.El “moño”  les sirvió como el mejor de los pajares. A medida que las arañas crecían, necesitaban más alimento y más humedad. Ambas cosas se las proporcionaba el “moño” y en la misma proporción la mujer iba desfalleciendo, víctima de las voraces compañeras que vivían en su cabeza.

Una lluviosa tarde, llevaron a la mujer a su última morada. Una larga fila de campesinos acompañó el cortejo, cuyo féretro era portado por fornidos mocetones en una rústica angarilla.

El comentario entre los vecinos duró mucho tiempo traspasando las fronteras del caserío. El horror de lo acontecido no se olvidó de las mentes de la gente. Mientras tanto en el que fue dormitorio de la desgraciada muchacha, pasados algunas semanas del trágico acontecimiento, en el velador  junto a la que fue su cama, se mantiene un pequeño portarretrato perfectamente  conservado, como único recuerdo a la vista de quien fuera la bella y humilde María.

Desde su cristalino rectángulo, el “niño de la lágrima”, parece sonreír llorando.