“EL NIÑO LLORÓN”.
RUBÉN SANTIBÁÑEZ GAMBOA.
Revisando la prensa
escrita, hace algunos días me impuse de la condena a varios transgresores de los derechos humanos en tiempos de
dictadura. Uno de los casos correspondía a la muerte (asesinato) de los integrantes de un grupo político de izquierda
y entre ellos, se mencionaba a un pintor. La nota no especificaba a qué clase
de pintor se refería, (¿artista?, ¿de
brocha gorda?), pero en todo caso a mi mente llegó raudamente la imagen aun
guardada en un rincón de mi cerebro, del relato de un anciano vendedor callejero,
de esos que se instalaban diariamente en el Paseo Estado, en calle Puente o en
otras arterias colindantes del centro de la capital a transferir su mercancía,
previo pago, a los paseantes cotidianos de esas arterias peatonales.
En mi transitar diario,
alguna mercancía compraba (calendarios, peinetas, cortaúñas, pañuelos
desechables, lápices de pasta, etc.). Un día de esos tenebrosos de los 80, los
vendedores amanecieron” disfrazados”
y sus ojos cubiertos por lentes oscuros, de esos que observábamos en los
rostros de individuos de sospechoso origen,
los que fueron maravillosamente dibujados por los caricaturistas de esos tiempos.
Tenían una particularidad: todos aparentaban ser “ciegos”.
Mi extrañeza se
profundizó aún más, cuando uno de estos “no
videntes”, al que le estaba comprando un lápiz pasta, dejó de prestarme
atención y dirigió su “mirada invidente”
hacia un punto de la avenida como siguiendo los pasos de al-guien que
caminaba por la calle. De improviso,
este individuo elegantemente vestido de negro, de lentes oscuros y de
mefistofélica figura, salió corriendo
veloz mente tras ese ser humano que transitaba tranquila y lentamente. Ahí le
perdí la pista al misterioso “ente” que me “atendía”.
Meses después de este
inédito hecho, al detenerme a observar la mercadería de un puesto artesanal, la
persona que lo atendía, un anciano de pausada y melan-cólica voz, me dijo, casi
murmurando, dejando entrever algo de miedo , “Señor, yo lo veo todos los días cruzar por esta calle, además me llama
la atención su male-tín ,tan hermosamente decorado”.
“Sí,” le respondí.”Una vez
un carabinero me interpeló para entregarme al-gunos consejos, porque el también
me había observado diariamente caminar por el centro portando el maletín y
pensando que hacía trámites bancarios, se preocu-pó y se atrevió a darme
algunos consejos. Uno de ellos lo acepté de inmediato: que cubriera toda la
valija con pegatinas diversas para que en caso de hurto fuera fá-cilmente
ubicable.”
“Sabe, me dijo el
anciano, usted me parece una persona honorable y confía-ble. Quiero entregarle
un secreto guardado durante muchos años y que ahora se ha transformado en una
pesada carga para mi familia. Quiero que me escuche y si le parece llegamos a
un acuerdo. Confío que al enterarse de lo que se trata, lo va a aceptar y lo va
a respetar”.
“Ya, le escucho y
veremos, le respondí”.
Y ahí comenzó una larga
conversación, mejor dicho, un monólogo, pleno de lagrimeos, lloriqueos de parte
de mi interlocutor, cuya voz se quebraba a cada instante en que el relato
aumentaba en dolor y reminiscencias de una época que to-dos queríamos olvidar.
Al finalizar su relato, introdujo sus manos bajo
el anaquel donde guardaba su mercadería y extrajo un envoltorio que al
entregármelo, me dijo:”señor, es el
último retrato que nos dejó como herencia mi hijo. Usted sabe que no podemos
conservarlo porque pueden allanar nuestra casa y se va perder. Ya quemamos
todos los demás. Este es el último, y como familia decidimos conservarlo aunque
fuera entregándolo a una persona desconocida para que pasado el tiempo de
dictadura, vuelva a aparecer en las casas de los chilenos como un recuerdo del
sufrimiento nuestro durante estos
terribles años sin libertad”.
Subrepticiamente
recibí el encargo.
Sigilosamente, sin sacarlo de su envoltorio,
lo introduje en mi maletín.
Nos
abrazamos.
Yo seguí mi camino.
Él continuó atendiendo
su kiosco. Observé una sonrisa de tranquilidad en su rostro. En el mío, él
habrá observado un gesto de interrogación, de inquietud, por-que debía llegar a
mi hogar con ese misterioso encargo.
Desde ese momento, la
figura del anciano quedó grabada en mi corazón, por que su relato me conmovió
intensamente. Estábamos viviendo tiempos de terror, temor, pero el viejo
recurrió, arriesgando su propia vida a entregarme una versión humana de quien a
través de la prensa aparecía como un tenebroso delincuente.
La sinceridad y valentía
del longevo ser, que confió en un desconocido ca-minante sin precaver que se podría tratar de un
camuflado “servidor de la dicta-dura”,
me llevó a creer plenamente en su relato y hoy, después de decenas de
años, me atrevo a transcribir esta historia de los 70, sabiendo
que pudo ser verídica o falsa, pero que en la voz quebrantada por el dolor del relator,
me pareció real y acor de a los tiempos que vivíamos entonces.
Es esa historia la que
voy a develar para quien quiera leerla y creerla o no creerla, pero en esa
época, si que parecía totalmente verosímil.
En
una publicación de REVISTA MUJER,
suplemento del diario LA TERCE-RA de fecha 16 de diciembre de 2007,
apareció un reportaje titulado “El niño que llora. La imagen que los chilenos
quemaron”. Su autora es la periodista Verónica Marinao. Comienza así:
“Estuvo
en la casa de las familias chilenas hasta hace dos décadas. De no haber sido
así, imposible explicarse por qué muchos lo conocen. El niño, con cara de pena
se vendía como pan caliente. Pero detrás de esta iconografía ochentera, se escondía un mito. Uno que hizo
que esas mismas familias terminaran llevándolo a la hoguera”.
“Indiscutiblemente triste, el cuadro de aquel llorón
rubiecito y de ojos azules, por alguna razón gustaba mucho a los clientes de
las ferias y había semanas en que se vendía como pan ca-liente.Durante años la
imagen del, pequeño de las lágrimas peleó codo a codo en el ranking de ventas
contra el rey del pop y contra la entonces promesa de la balada latina. Pero
esa conmovedora sensación que inspiraba
el pequeño, se esfumó de un minuto a otro. Un rumor empezó a correr
poderoso e imparable y terminó por convertirse en mito.” (El niño que llora.
La imagen que los chilenos quemaron”. Verónica Marinao.Revista Mujer. Diario LA
TERCERA. 16/12/2007).
Al leer el reportaje y
someterlo a un meticuloso examen mental, además, ob-servando las ilustraciones
que acompañan el escrito, pude percibir que el “retrato del niño que llora”, no correspondía a la imagen que yo tenía guardada en mi ho-gar paterno desde los “80”,
correspondiente al retrato del “niño de la lágrima”. Para aclarar
este enredo histórico es menester investigar a fondo el problema.
En el sitio Necro Domo, (31 de agosto de 2010),
podemos leer: “Una de las historias
tomó conocimiento público el 4 de septiembre de 1985 con la edición de ese día del diario inglés “The Sun”. El
artículo relataba como un bombero llamado Peter Hall, encontraba con alarmante
frecuencia la pinturas del “niño llorón” en varios incendios. Incluso cuando el
resto de los objetos de la vivienda estaban destrozados, la pintura del niño
llorando, se encontraba intacta”.
”Otra leyenda aún más atemorizante es la que tiene por protagonista el ya famoso retrato
llamado “El niño llorón”, del artista Giovanni Bragolín,(1911-1981),más conocido
como Bruno Amadio.
Según los rumores de la época, las
personas que lo recibían como regalo, padecían una interminable racha de mala
suerte. Los artistas se negaban a reproducirlo”.
Los
profesores Víctor Rojas Farías,(recopilador
y autor de los textos) y Jai-me Moraga Vergara (fotógrafo e ilustrador),
publicaron en el diario EL MERCU-RIO de Valparaíso, en 1986 una serie de 44 láminas bajo el nombre de “VALPARAÍ SO, SU MITO Y SUS LEYENDAS”. Uno de los temas
enfocados, corresponde al “Re-trato del
Niño que Llora”(1) y (2).
El
relato comienza así: “Si
usted quiere que sus familiares se enfermen uno a uno, que su hijo se dé a la
mariguana, o que su esposo pierda su trabajo, conserve este cuadro cerca suyo.
De lo contrario, no espere más, rómpalo, queme sus pedazos y bote sus cenizas
que con los espíritus no se juega y el demonio toma formas hermosas”
“Una cárcel en Europa.
Esperando ser ajusticiado, el preso decide pintar un cuadro para matar el
tiempo que lo separa de la muerte. Desliza
sus pinceles por la tela, recordando su vida, mientras derrama los
acuosos colores… Finalmente queda terminado “el Niño Llorón”. Lo conde-naron a ser decapitado.
Después de terminado el
trabajo del verdugo, la tela abandonada en una bodega.
El nuevo Alcaide decide rematar los
objetos sobrantes. Así comienza la serie de circunstancias que han hecho de esa
pintura nefasta, una de las más reproducidas en el mundo.” ( Víctor
Rojas Farías y Jaime Moraga Vergara.”Valparaíso, su mito y
sus leyendas(1986).
Bruno Amadio (1911-1981)
,más conocido como Ángelo (Giovanni)
Bragolin era un pintor italiano que vivió en Sevilla, España. Un día
cualquiera, pintó el rostro de un niño habitante de un orfanato. Tiempo después
este orfanato se incendió muriendo todos los pequeños que ahí vivían, y se cree
que el “alma del niño quedó atrapada en
el cuadro.” Este artista pintó alrededor de 27 rostros de niños llorando. Es angustiante para
quien tiene la oportunidad de ver esas caritas tristes, como reflejan
una profunda pena, un gran dolor
sentimental. Hay una imagen que provoca una angustia asfixiante,
terrible. Solo un demente podría haber pintado el sufrimiento de esos pequeños.
Un psicópata, un criminal, un ¿violador?
Muchas personas dudan de la existencia de ese pintor y de esa historia, ale-gando que la causa más
probable sería una forma de estrategia
publicitaria.
Personalmente, después de vivir esta anécdota
que les transcribiré verídica-mente, creo
que, por lo menos en Chile, formó parte de una tenebrosa campaña, urdida por mentes enfermizas para provocar una psicosis colectiva de miedo, terror, temor,
pavor, pánico, horror, y lograr que ese rostro transformado imper-ceptiblemente
en un símbolo del momento que se vivía en el país, desapareciera de los
escaparates, de las vitrinas, de los kioscos, y de.las paredes de nuestros
hogares.
Las cientos de miles de reproducciones del
“niño de la lágrima”, desapa-recieron como por arte de magia. Su circulación se
transformó en un delito feroz-mente castigado por la ley. El tener un
calendario, un poster o cualquier imagen de ese hermoso trabajo artístico, era
sinónimo de “terrorista”, “subversivo” ,”antipa-triota”,
etc. Pero esa es otra historia.
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